19490902
París, viernes, 2 de septiembre de 1949
(¡25 años de Claudie!)
Teresa, hija:
Tengo muchas cosas que contarte. La explicación completa vendrá de la palabra y muy pronto. (Esto es lo mejor de todo: la esperanza de estar con vosotros en nuestra casa de Wellesley). Me limitaré a esbozar algunos temas.
Los últimos días castellanos los dediqué a la triste, melancólica tarea de despedirme y de preparar el viaje. Me llevo casi todo un baúl de papeles; veréis muchos retratos —lo más “precioso” para mí. El sábado estuvimos, gracias al coche de Leónidas, en San Rafael. (Don Ramón me había escrito dos cartas —¡no salgo de mi asombro!— invitándome a pasar dos días en su casa). Comí con la familia, toda ella empapada de romances y de épica. Don Ramón está magnífico de salud y en pleno trabajo (81 años). Una sola diferencia observé. Ahora es mucho más afectuoso. Por quien más y más cariñosamente se interesó fue por Pedro. Tras la comida vino Claudie, que ya le había visitado otro día. Todos me dieron la inevitable carga: por qué no volvemos a España Pedro y yo. Este tema ha reaparecido varias veces en varias conversaciones. Ninguna más intolerable que la de Viñas, que vino a la finca y habló otra vez con José y otra vez con Leónidas y el abuelito sobre mi “regreso”. La familia sólo ha aludido a la cuestión muy lateralmente, aunque ese es —naturalmente… su deseo. Pero en las horas finales nadie me dijo nada sobre ello. Horas sencillas y dolorosas, a causa de la edad del abuelito. Aunque la despedida fue lo menos patética posible, porque reunió delante de casa, ante el coche de José Antonio Rubio, todos lloramos. Y claro que cuando dije —inevitablemente— que volvería el año próximo, no tuve más remedio que pensarlo. Volver el verano que viene me costará mucho; pero no me siento capaz de la crueldad de dejar al padre sin mi visita. Y os veré, además, a vosotros. El padre ha perdido un poco durante estos dos meses: ahora está más indiferente a la conversación, más retraído y sombrío y soñoliento.
¡Qué familia, qué bloque de unidad y confianza es la familia española! (Como esta nuestra de París) Salí, pues, con José Antonio, encantados, en su maravilloso “haiga”. Nos detuvimos en Palencia; charlé un buen rato con Fernando de Unamuno; y no solo de don Miguel sino todo aquel hogar de Salamanca surgió evocado en la conversación (¡Es grato conocer a los hijos de estos hombres de calidad!). Comimos en casa de Antonio Guillén, ¡ay!, muy simpático y muy amable. Y a las siete estábamos en Vitoria. Iba a ver a Melchor (Fernández Almagro). ¡Gran Melchor! Muy superior a sus escritos y, ¡ay!, muy diferente. Él es, con Emilio, y después, José Antonio —quien mejor me ha hablado de la situación española con un implacable enjuiciamiento histórico. Defiende a Melchor ante Pedro, que solo le juzga por algunos artículos, pecados de insinceridad impuestos por el Régimen, pero exteriores a la inteligencia y al alma incontaminada de Melchor. (Diré, imitando a Rubén Darío: “Pido exégetas españoles”).
Y aquí viene el desagradable incidente. Viñas, el siniestro Viñas, coincidió con nosotros en Vitoria. (Había venido el mismo día con unos universitarios de Valladolid). Y nos encontró —a Melchor y a mí, poco antes de la salida de mi tren para la frontera. Me dijo una impertinencia sobre lo de siempre (que la actitud de Ortega, residente en Madrid, tenía mucho más valor, desde el punto de vista liberal, que el estar en Boston), y salté. Me puse “fuera de mí”, grité: la mayor cólera de mi vida. Aquello ha equivalido —casi— a un rompimiento con el que ya será mi enemigo público número uno. Enseguida no pensé más que en mi retina.
Renuncié a ver a Inés Salvador en Biarritz para evitar el cansancio. Pasé la frontera con toda facilidad. Descansé —¡con los ojos cerrados!— en Hendaya y en el tren. Tren que tomé el miércoles por la noche. A las nueve de la mañana estaba en Austerlitz con Claudie y Maurice. He descansado intensamente. Me encuentro bien. Y dejo todo el capítulo francés para la próxima carta inminente.
Abrazos a los cuatro. Voy a escribir a Antó. Vuestro,
Jorge