19510526
Berkeley, 26 de mayo de 1951
Queridos hijos, preciosos nietos:
Sí, estas semanas finales de curso se van pasando deprisa, entre pequeños quehaceres y comidas e invitaciones varias. Ya empiezo a sentir la hora de la despedida. Las gentes me agasajan, y mi “papel” de… poeta —¡sí, señor, ¿por qué no decirlo?— de poeta bien madurito se me impone en todas partes —como ocurría en México.
El curso de lírica ha salido bien. Ya terminé. Hasta el último día han asistido los Malkiel: mi mayor éxito de profesor. ¿Por qué María Rosa, tan crítica, suspende su severidad conmigo? La hipótesis más modesta es… que debo de serle simpático personalmente. ¡Qué elogios me arrojó la otra noche por teléfono! Con estas pruebas de simpatía coinciden con las cartas que voy escribiendo sobre Cántico, y no oigo más que parole flatteuse, ¿correré el peligro de ponerme tonto? Y me digo: ¡cuidado! Pero ya vendrá algún Tío Paco con la rebaja… El primer artículo ha sido el de Melchor, siempre tan activamente amigo mío. ¿Cómo no voy a entenderme mejor con él que, por ejemplo, con Dámaso? A Dámaso le he enviado todas las últimas publicaciones, hasta los versos mexicanos de Novedades, y le he escrito. Mañana —me dice hoy Pedro— se embarcará, feliz con sus dólares —y sin haberme dirigido ni dos palabras. Ya sé la excusa: que estaba preparando su libro sobre la novela y leyendo en Yale los libros que no encuentra en España. ¡Sí, sí! De Pedro, en cambio, —naturalmente— tengo noticias con frecuencia. Pedro está enfermo, con reuma; no puede apenas andar. Ha renunciado a su viaje a Cuba —donde van a representar Judit y el tirano— y no sabe si podrá venir a Los Ángeles. En ese caso, yo iría directamente a México. Por todo lo cual os pregunto: ¿qué proyectos tenéis? Quisiera saber: fecha aproximada de llegada a México; ciudad o pueblo en que viviréis, alojamiento previsto. Yo no sé qué hacer en cuanto a medio de locomoción. Tengo que intentar un esbozo de presupuesto, voy a moverme mucho entre mis últimos dólares de Berkeley y mis primeras pesetas de Valladolid. ¡Cuánto siento no contar aquí con la ayuda de Teresa, para poner en orden mis cosas y equipaje! Pero hablemos de otros temas pendientes. Ante todo, la carta de Renée. ¡Qué desastre, Dios mío! Yo espero que Grand’Maman resistirá aún muchos meses, y sin duda, años. ¡Qué final tan triste y doloroso, y qué injusto! Por cierto, la historia del secreto de Monique me parece totalmente estúpida, y muy significativa. Se trata, para Renée, de sustituir a la madre, de ser siempre la primera: antes que el marido, en mi caso; ahora, antes que la madre de Monique, etc. Decididamente, no puedo entenderme con Renée —por otra parte, tan desgraciada, tan abnegada— y tan cariñosa. Ya les he mandado los 520 dólares que restaban en la cuenta de Wellesley. Grand’Maman creyó que no había más que 512, y se limitó a no pedir más que 500 —dejándote a ti el piquillo. Pero no: había 520 dólares y algunos centavos. ¿No te parece, rica, que, en vista de esa situación tan apurada, era preferible enviar la cantidad redonda de dólares? Pienso en cómo todas estas cosas habrían atormentado a mamá. Comentemos las otras cartas. Las de Claudie son estupendas. Sí, es curioso: cada día se siente más español, y menos francés. Lo primero tiene, por fuerza, que encantarme; pero no necesito que me sacrifique a Francia. (Yo, por mi parte, no siento disminuir en nada mis aficiones francesas).
Ahora Claudie me habla de su reclusión en su casa para comenzar a componer la tesis. ¡Por fin! Y claro, no vendrá a Harvard, y seguirá un año más en Colonia. Bueno; el plan no es disparatado. Además, el niño ya es mayor y realiza su propia voluntad. ¡Perfectamente! (En sus últimas cartas, me dice Pedro que en estos momentos de dificultades materiales, Jaime los ayuda muy poco. Esa cuestión no se arregla, por lo visto).
La carta de Curtius me ha “impresionado” no sólo por la importancia del opinante y el amable emballement en la opinión —sino porque anuncia un artículo. También Bowra, otro crítico —scholar— de autoridad europea, afirma lo que no se podrá decir en España, porque el extranjero simplifica ya, como si fuese un juicio póstumo. Blecua y Gullón preparan sendos artículos; otro, Guillermo de Torre, otro habrá en Sur. En fin, ¡soy un venerable vate! A este propósito, una historieta. María Rosa me pone en relación epistolar con sus amigas. Una de ellas me escribió colocándome al lado de… Sófocles, etc., etc. Total: que le dirigí este poemilla:
Ana María
Ya que usted, ay, me lee, remota Ana María,
Como si fuese un vate muy barbudo
que nunca abrazaría,
mi antigüedad eludo
para dar fin a fábula demasiado gloriosa.
Y levantando, no se asuste, mi propia losa,
me atreveré a pedir la imagen más concreta
de una Amarilis que es de verdad Ana María,
porque precisamente es el poeta
quien tanto ha menester de su fotografía.
Los amigos hicieron creer a esta muchacha que los versos eran una mistificación de María Rosa. Por fin, resplandeció la verdad; y me envió un retrato —bonito, como el original, con esta dedicatoria: “Para Jorge Guillén —ahora mi buen amigo y siempre mi poeta”. ¡Cómo todas estas cosillas harían sonreír a mamá! Os lo cuento porque completa el cuadro de esta primavera… con Cántico sobre mis espaldas. —Y a todo esto, no he escrito nada sobre mi preciosísima nieta Isabel. ¡Me remuerde la conciencia! De modo que Antó va a volar solito como un hombre… Querido Antó: ¡me asombras!
Adiós. Abrazos a los cuatro.
Vuestro,
Jorge
Steve: me escribe Santayana preguntándome si recibiste su artículo. Yo creo que está esperando unas líneas tuyas de agradecimiento. (¡Escríbeme a mí también!).